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3.12.04

La leyenda del camello que lloraba

El verano pasado estuve trabajando en Irlanda. En uno de mis días libres fui al cine, y vi un tráiler de un documental titulado "The story of the weeping camel". Las imágenes me atraparon totalmente, así como la historia: un camello blanco recién nacido es rechazado por su madre, que es primeriza y tuvo un parto difícil. Pero si no se alimenta morirá. Gracias a la música conseguirán que la madre le acepte de nuevo.

Parece que sea un spoileador (he explicado el argumento hasta el final de la película) pero no lo soy: en el mismo tráiler ya lo explican todo.

Hoy llega este film a las salas españolas, y anoche tuve la suerte de poderlo ver en un prestreno en el cine Alexandra. Sobran los comentarios: cualquiera con un poco de sensibilidad debería ir a verla, las imágenes son preciosas, conmovedoras... En fin, mejor vedla ya y dejaos de leer críticas sobre ella.

De lo que yo quería hablar es del ritmo de vida. Los protagonistas del documental (aunque si no me equivoco tiene un tanto de ficción o cuando menos de preparación de planos y escenas que hace que no sea 100% documental, pero está tratado todo como si lo fuera) son, además de los camellos, la familia que los cría, en medio del desierto, en Mongolia.

Es un lugar que tiene otro ritmo. Allí las cosas toman su tiempo en suceder, incluso las tormentas de arena dan tiempo suficiente para cobijarse. No hay ni siquiera televisión: no hace falta. Hay tareas más que suficientes para mantenerse todo el día ocupado (a veces incluso parte de la noche), pero sin prisas, sin nadie controlando lo que haces o dejas de hacer... Me encanta sobretodo la conversación entre los dos hijos cuando se van de viaje a buscar al profesor de música. El pequeño dice que quiere una tele, y el grande contesta que imposible, que les pedirían 20 o 30 ovejas por ella.

Me dio mucha envidia esa vida, sin el estrés de la ciudad, sin los jefes encima tuyo, sin las responsabilidades que superan los derechos, sin preocupaciones de vivienda, facturas... ¿No sería genial poder vivir sin todos estos problemas derivados del capitalismo y de las grandes ciudades masificadas?

Pero luego me di cuenta que no podría vivir así: soy demasiado urbanita. Odio la ciudad, pero soy incapaz de alejarme de ella. No soporto los ruidos, gritos, atascos, caos, la frialdad de la gente... pero estoy tan acostumbrado a ellos que al tercer día en el desierto estaría desesperado por un poco de bullicio, de las luces del hotel que tengo frente a mi casa, que son tan potentes que apenas necesitamos la luz del salón para leer de noche, basta con acercarse a la ventana. ¿Y la falta de tecnología? Es impensable quedarme sin internet, sin poder ir al cine, sin una librería que poder ojear cada semana buscando algo nuevo que leer, no poder ver dvd's, ni escuchar cd's de música... Sí, tienen radio, pero cuando se acaban las pilas tienen que ir a la ciudad más cercana a buscar más. Y pueden tardar un par de días. Además, las tormentas de arena son una molestia constante, o el olor de tanto animal junto, el tener que levantarse tan temprano para atender los animales, o estar siempre pendiente de los camellos para que no se alejen demasiado, vivir toda la familia junta toda la vida (¡con las ganas que tengo de poder independizarme!)...

Nah, creo que me quedaré por aquí.

1 comentario:

Hugo C. dijo...

Bienvenido al posthumanismo. Somos tecnología. Vinimos en ella, soñamos con ella e incluso la comemos. A este paso, seré de los primeros en hacerme implances cibernéticos. Qué bien poder navegar por internet mientras duermes... Mi blog sería un sueño y yo no existiria. Una pequeña dosis de K, por favor.